La Metalúrgica es una de esas empresas que aún se puede ver a uno de los lados de la calle pero al margen de la estampación de hoja de lata, principal cometido de La Metalúrgica, a unos pocos metros de distancia estaba una de las conserveras más importantes de toda Galicia, la fábrica de Conservas de Antonio Alonso.
Antonio Alonso emigró a La Habana antes cumplir los 18 años, donde durante casi dos décadas se dedicó al comercio por cuenta propia a lo largo de toda la isla. Sin embargo, a pesar de haberse casado con la hija de un importante militar, no volvió a Vigo ostentando grandes riquezas ni innumerables posesiones en ultramar.
Empleó el dinero que había repatriado en comprar cuatro casas en el Arenal y algún terreno más, a la vez que frecuentaba una pequeña fábrica pesquera de un primo suyo. Con el paso del tiempo, y gracias a las buenas cifras exportadoras de la empresa, consiguió afianzarse como una de las casas conserveras más importantes de toda España.
Las dimensiones de la fábrica eran considerables – seis mil metros cuadrados de superficie –, así como también lo era el número de mujeres que trabajaban en ella y en las demás fábricas de la zona. La fábrica de la familia Alonso tenía capacidad para 500 operarios, más de la mitad eran mujeres las cuales no siempre se dedicaban a la misma labor industrial.
En época de escasez de sardina, estas volvían al campo y a diferentes menesteres esperando el momento en el que se corriese la voz para volver a la fábrica, donde cargaban a sus espaldas con el peso de hacer funcionar el grueso de la empresa. Se decía de ellas que dominaban todas las tareas y eran tan duchas que a todos sorprendían por su espectacular rendimiento y trabajo: “en algunas fábricas modernas la mujer es casi el único factor obrero. No sólo se ocupan en preparar la sardina, sino que manejan todas las máquinas. Estas no necesitan del menor esfuerzo físico, y realizan todas las operaciones con sencillez y precisión admirables”.
A pesar de su polivalencia, sus cometidos cotidianos consistían descabezar, limpiar y envasar la sardina para posteriormente lavar las latas y agruparlas en montones de envases dispuestos a su venta. Cuando abundaba la sardina, un turno normal de estas trabajadoras consistía en jornada y media, mientras que si era necesario trabajar de noche estas cobraban doble. Muchas de estas mujeres eran familia, en su mayoría madres y hermanas, por lo que en época de trabajo podían ahorrar una cantidad importante de pesetas.
La maquinaria era, junto a sus eficientes trabajadoras, el otro pilar sobre el que se sustentaba la producción de la fábrica de los Alonso. Al lado de las mesas de los soldadores, quienes se encargaban de estañar los cierres de las latas manualmente, se disponían modernas máquinas de cierre automático que no requerían de la intervención del estaño, en su lugar, usaban unas pequeñas gomas que realizaban la obturación hermética.La gran mayoría de los procesos estaban automatizados. La conservera de los Alonso era una de las más modernas de la época gracias a un abundante número de máquinas de las que se contaban de entre las más punteras de la época. En la fábrica había numerosas tijeras, troqueles, viradores, soldadoras, engomadoras, rebordeadoras, revisadoras, sertidoras y embutidoras, estas últimas las más numerosas, e incluso llegó a contar con una sección de talleres mecánicos para composturas. Además, dentro de la propia fábrica tenían una sección dedicada a la fabricación de llaves para abrir las latas, así como también contaban con una sección de hornos y parrillas donde colocaban la sardina simétricamente en una tupida red de alambre para, después de pasarla por los hornos, introducirla en latas.
Conservas Antonio Alonso llegaba a producir en 1910 una media de cuatrocientas cajas diarias con cien latas de alimento en cada caja, las cuales distribuían por todo el mundo. Algunas veces bajo su propia marca comercial y otras veces vendiéndoselas a productores franceses, especialmente de Nantes, en épocas en los que no había sardina en Francia. Tan sólo en América, los Alonso tenían acreditadas infinidad de marcas que llevaban títulos y dibujos genuinamente nacionales: en una aparecía el puerto de Marín, en otra el dibujo de la viguesa playa de San Francisco, en otra La Giralda, Los Andes, etc.
Sin embargo, y ante el riesgo de que sucediera lo mismo que sucedió en Francia, los empresarios de la conserva aprovechaban las épocas de abundancia para hacerse con una importante cantidad de existencias para los meses de vació, aquellos en los que no había sardina en los caladeros nacionales. Y es que precisamente esos momentos de “vacío” era el mayor miedo de empresarios y trabajadores, puesto que toda la población vivía, directa o indirectamente, de que entrase sardina en los barcos de la mañana.
Cuando no había producto los marineros no cobraban, tampoco lo hacían las trabajadoras de las fábricas, ni los vendedores de aceite, ni los fabricantes de cajas de madera, ni se movía nada en las fábricas de estampado de hoja de lata, ni los vendedores de sal conseguían clientes. La máquina de la economía local se quedaba sin gasolina y todo el mundo se despertaba por la mañana esperando que los barcos trajesen buenas noticias.