Hace muchas décadas, en la ciudad de Vigo existían algunos sanatorios, algunos hospitales y varias clínicas privadas, atendidos por personal médico cualificado dentro de la ortodoxia, de lo establecido oficialmente como profesionales de la medicina. Paralelamente también existían algunos curanderos y curanderas, personas con grandes destrezas, sobre todo para el manejo de lesiones musculares y óseas, además de algunas afecciones relacionadas con el ánimo, que reunían conocimientos prácticos aprendidos, generalmente, mediante transmisión verbal. En tiempos del franquismo estaban al margen de la ley, pero todo el mundo sabía de su existencia, de sus nombres y de sus virtudes, y no necesitaban de ninguna publicidad convencional.
Cada una de estas personas que ejercían al margen de la ciencia oficial tenía su especialidad y sus consultas, normalmente en barrios, siempre estaban llenas, ya fuera en el barrio de Teis, en Cabral, o en As Travesas. Para algunas cuestiones, como las dolencias de huesos, los golpes o las torceduras, por ejemplo, muchas personas se fiaban totalmente de ellas porque reunían una sabiduría popular muy respetada, aunque no oficial, y que a veces funcionaba.
En la década de los años ochenta del pasado siglo XX, un hombre recibió la noticia de que el socio de su negocio, con oficina en Vigo y en A Coruña, había sufrido un ataque cerebral y lo habían conducido al hospital, pero no habían terminado de hacerle todas las pruebas y aún no sabían qué había ocurrido. La noticia le afectó profundamente por lo repentino del ataque, a pesar de la relativa juventud del afectado, y por la buena amistad que compartían las dos familias, además de la relación comercial entre ambos. Al ver que le habia afectado tanto, una tercera persona de gran confianza le habló de una curandera que ejercía en una conocida barriada de la ciudad olívica, próxima a la Gran Vía, y le recomendó insistentemente que la visitara. A pesar de su incredulidad en estos temas, como no tenía nada que perder, accedió.
En aquellos años ochenta, en una conversación sobre temas médicos, que, por cierto, nada tenían ni tienen que ver con nuestras actividades profesionales, me contó de primera mano que llegaron a la casa de esta señora, la curandera, y que esperaron su turno con silencio y con respeto, a pesar de la incredulidad, pero sin esperanza ninguna.
Cuando les llegó su vez y les indicaron que pasaran, una vez dentro y antes de que dijeran nada, la señora los mandó sentarse y se dirigió al protagonista diciéndole que le contara su preocupación. Le dijo que habían llevado a un gran amigo al hospital y que temían por su vida, pero que no sabían nada porque aún le estaban haciendo pruebas y los médicos todavía no les habían informado. Lo escuchó pacientemente y luego le contestó que su amigo saldría adelante, que había sufrido un ataque cerebral en una zona muy concreta del cerebro —los médicos todavía no habían terminado con las pruebas ni tampoco habían informado—, pero que en el plazo de un período de tiempo razonablemente corto recuperaría todas sus facultades. Se despidieron y dejaron la voluntad, que era lo acostumbrado.
Evidentemente, abandonaron la casa llenos de escepticismo. Y aquella misma noche consiguieron hablar con la esposa del amigo de A Coruña y les informó que finalmente le habían realizado una exploración pormenorizada y que habían descubierto un ataque cerebral localizado —sorprendentemente— en aquella zona que había concretado la curandera. Le causó asombro, pero en aquel momento no le comentó nada a la esposa del amigo, lo hizo, en cambio, al día siguiente, cuando fue a visitarlos en A Coruña.
Los médicos no les habían dado muchas esperanzas debido a la enorme gravedad, y no les quedó más remedio que confiar y esperar, manteniéndose incrédulos en relación con la palabras de la curandera. Poco a poco, al cabo de varios meses se fue produciendo una recuperación espectacular, reincorporándose finalmente a su trabajo habitual.
De todo esto ya han pasado muchos años y en algunas ocasiones coincido por la calle con el protagonista de la visita a la curandera, que fue quien me había contado esta historia en su día. Todo aquello quedó en un recuerdo asombroso, casi milagroso.
Con el paso de los años, en la ciudad de Vigo existen grandes hospitales, numerosas clínicas privadas de todo tipo, numerosos profesionales de la medicina que cuentan con todo tipo de adelantos tecnológicos y una enorme preparación académica, y, además, muchas personas especializadas en medicinas alternativas que hoy ejercen sus actividades de un modo transparente y legal, a pesar de aquella conocida frase: “Eu non creo nas meigas, pero habelas hainas”.