Se llamaba Lana y ha formado parte de nuestra familia durante diez años. Nunca habíamos tenido perro. Cuando nos animamos a asumir la responsabilidad de tener uno —porque es una gran responsabilidad—, la buscamos por internet y llegó a casa en una enorme jaula —desproporcionada para su pequeño tamaño— a través de una empresa de mensajería especializada. Los primeros días fueron muy duros tanto para ella como para nosotros. La adaptación nos resultó difícil porque no sabíamos nada de perros y tuvimos que esforzarnos mucho para conseguir que ella se sintiera a gusto. Y lo conseguimos. Desde el primer momento fue una más de la familia y luego, con el paso de los años, totalmente imprescindible. Todos le hemos dado nuestro cariño y ella nos correspondía de la misma manera, sin pedir nada a cambio. Y al cabo del tiempo, a pesar de que ella no podía hablar, nosotros ya comprendíamos lo que quería en cada momento. Era una delicia, por ejemplo, estar leyendo con ella al lado, haciendo compañía. Y la mimábamos en todo lo que podíamos. Pero nada es eterno, ni los humanos ni tampoco los perros, que son más humanos que nosotros.
Hace un par de semanas acudimos al veterinario por unas diarreas y unos vómitos que no cesaban. El sábado, como estaba cerrada la consulta de nuestro veterinario habitual y el estado de salud de la perra era cada vez peor, fuimos a la clínica veterinaria donde la llevábamos a lavar, para que su veterinario la asistiera. Y nos cayó el mundo encima. El veterinario la auscultó detenidamente y observó que su estado no era bueno. Con buen criterio le hizo inmediatamente una ecografía y descubrió un enorme tumor —de cuatro centímetros, que viene a ser el tamaño de un kiwi— en el bazo, así como un enorme corazón que provocaba una insuficiencia respiratoria, algo de lo que hasta esa fecha nadie nos había informado. Tenía, además, un catarro bronquial, pero había que operarla con urgencia asumiendo el riesgo, dadas sus circunstancias, porque una hemorragia del bazo se la llevaría en pocas horas. Le administró unos medicamentos para ralentizar esa posibilidad mientras tomábamos una decisión durante el fin de semana. En esos momentos quedamos abrumados, incapaces de tomar una decisión. Pero el domingo decidimos que no debíamos esperar más, que había que actuar con la máxima urgencia. Y el lunes a primera hora volvimos a esa segunda clínica donde le habían descubierto el tumor para comunicarles nuestra decisión y comenzar cuanto antes los preparativos. Una radiografía y unos análisis completos que ocupaban varias páginas llenas de datos confirmaron la situación.
La operaron el martes día 13 de septiembre a primera hora, y a pesar del enorme riesgo superó el proceso quirúrgico. Durante el día la tenían en observación y por la noche la traíamos casa con el gotero, llevándola en brazos como si de un enorme tesoro se tratara, con todo el cariño. Y por la mañana la llevábamos de nuevo a la clínica para continuar con el tratamiento postoperatorio.
La evolución iba aparentemente bien, pero su estado era realmente crítico, lleno de riesgos, tanto por el aparato respiratorio, muy afectado con el catarro, como por el corazón, gigante y debilitado, conjunto de factores de los que ya nos había advertido este veterinario que se esmeró en todo momento con un trato inmejorable.
El viernes, 15 de septiembre, la encontramos inerte cuando despertamos. Falleció en silencio, sin ladrar, sin quejarse, sin molestar, como era habitual en ella. Y deseo omitir los detalles de una situación y de unos sentimientos de profunda tristeza que cualquiera que haya tenido un perro puede imaginar con facilidad. De Lana sólo conservamos las fotos y su inolvidable recuerdo. Y debo resaltar, también, nuestro enorme agradecimiento por el trato dispensado con ella en todo momento en esa clínica.
Lana era una perra buena y yo creo que jamás olvidaré su bondad y su cariño, y que si existe realmente el Cielo, ella también tendrá allí un lugar privilegiado. Y cuento todo esto porque no me apetece hablar directamente sobre este tema. Me invade una tristeza tan profunda que no sé si la llegaré a superar.