En los años sesenta del pasado siglo XX todavía embarcaban emigrantes camino de una América lejana. El viaje duraba semanas y luego la comunicación se establecía por carta, que también tardaba en llegar semanas a su destino. La comunicación era epistolar y, por lo tanto, iba acompañada de un lento compás entre la ida y el retorno, con la incógnita de lo que estaba aconteciendo en la distancia, y, al mismo tiempo, con ilusión de recibir un sobre lleno de palabras y de historias que no siempre eran verdaderas, porque la suerte no acompañaba a todos por igual. La estación marítima de Vigo fue el testigo de numerosas partidas y de numerosas llegadas, con barcos tan legendarios como el Montserrat y el Begoña, en unos tiempos en los que internet todavía estaba por inventarse y en los que la aviación comercial no estaba al alcance de cualquiera. Ahora, esa histórica estación marítima es un importante enlace de gigantescos cruceros de recreo y ya nadie derrama lágrimas de congoja o de alegría como antaño. Muy pocas personas recuerdan todo aquello que parece haberse llevado la marea a las profundidades del olvido.