La ocasión era sonada; mientras que en una gran parte de la población pasaba sus días entre pescado y fábricas, otra se dedicaba al cultivo del campo y el ganado. Es por ello que cualquier tipo de festividad que sacara a la gente a la calle para ver aquellas modestas carrozas tiradas por animales era por todo el mundo festejado y bienvenido. En aquellas fechas, Vigo ya contaba con un núcleo muy importante de trabajadores que habían dejado sus respectivos pueblos para dedicarse a la conserva, con lo que la población era numerosa y desconocida. La angosta ciudad ya no estaba formada por los conocidos vecinos de siempre, cada vez había más extranjeros y foráneos cuyo dudoso comportamiento, unido al afamado sentimiento revolucionario de los oriundos municipales, despertaba todo tipo de celos por parte de las autoridades.
Para evitar que algún indeseado saliera al paso de las carrozas y arruinase la fiesta de los vecinos, la corporación municipal emitió un bando en el que se prohibían los disfraces de enmascarados a riesgo de que quien no acatase la orden podía ser detenido y llevado a dependencias policiales; en todo momento la cara de los disfrazados debía de ser visible para evitar cualquier tipo de acto delictivo desde el anonimato de las vestimentas carnavalescas. La misiva fue ampliamente difundida días antes de la procesión, la cual iba a discurrir por las calles del centro de la ciudad: Príncipe, Puerta del Sol, Elduayen y un pequeño trecho más.
Las calles estaban abarrotadas de gente entusiasmada por ver desfilar a los animales que cargaban con los coches decorados con diferentes motivos y de poder participar en la religionaria batalla de flores que se celebraba como de costumbre. Trabajadores de las conservas, ancianos, señores de sombrero y levita, padres, madres, niños, todos emocionados y todos con sus respectivas vestimentas del momento. Pero no todo salió como estaba planeado y poco tardó la tragedia en abrirse paso entre la muchedumbre.
Parece ser que uno de los asistentes de entre el público, bien por desconocer la orden municipal o bien como protesta, decidió presentarse al acontecimiento, a la altura de la Plaza de la Princesa, ataviado con una máscara. El respectivo guardia municipal de turno se personó ante el asistente para exigirle ver su cara, a lo que el enmascarado se negó en rotundo. El forcejeo entre ambos fue tan avivado que no tardó en llamar la atención del resto de las patrullas de la zona, encabezados por el jefe de la policía municipal de Vigo, el Sr. Contreras, y de un considerable grupo de gente, entre curiosos y fisgones, que acabó rodeando a los policías en apoyo del disfrazado. Ante el numeroso tumulto que se había formado, Contreras dio la orden a sus subordinados de desenvainar los sables, lo que encrudeció aún más los ánimos de los espectadores de la reyerta que no pararon ni un solo momento en abuchear y pitar a los miembros de la autoridad.
A las ordenes de su capitán, los miembros de la guardia urbana decidieron retirarse hasta el Ayuntamiento, ese que ahora es la Casa de la Cultura Gallega situada en la plaza de la Princesa, donde fueron recibidos con una intensa lluvia de piedras por parte de los asistentes al carnaval. Una vez refugiados estos dentro de las dependencias municipales, salió en su ayuda una sección de la benemérita que formó filas delante de la muchedumbre, la cual seguía haciendo uso de las piedras como protesta ante el abuso de autoridad. La Guardia Civil dio tres llamamientos al orden que fueron ignorados. No hubo una cuarta. El oficial al mando de este último escuadrón hizo disponer a sus tropas apuntando hacia los protestantes y al grito de ¡Fuego! dispararon contra todo el que estuviera frente a ellos.
Las consecuencias fueron trágicas. A raíz de los disparos resultó muerto un niño pequeño de entre doce y catorce años de nombre Cosme Martínez junto a otros cinco heridos de importante consideración. Tras la primera ráfaga de la Guardia Civil la plaza quedó totalmente vacía en cuestión de segundos, momento en el que las autoridades aprovecharon para llevar el cuerpo del niño fallecido y de los otros cinco heridos a dentro del Ayuntamiento. La frustración y la tensión de la población de la ciudad fue tal que obligó a las respectivas autoridades militares a dar la orden de que el batallón de Murcia, confinado en el barrio del Arenal, saliera del cuartel a tomar las posiciones estratégicas de la ciudad en torno a la plaza de Compostela, donde se había concentrado un importante número de guardias civiles. Consecuentemente, las fiestas quedaron suspendidas y el alcalde, que por aquél entonces era el guardés Prudencio Nandín Vicente, se vio obligado a dimitir al haber sido el foco de las acusaciones de la ciudadanía como cómplice de los abusos del jefe de la guardia municipal, el Sr. Contreras.
La justificación sobre la actuación de la autoridad fue pobre y vaga. La brutal represión de la muchedumbre la achacaron a las pedradas que recibieron catorce de los guardias civiles allí presentes y a uno de los fusiles de la benemérita que había acabado roto en un encontronazo con los protestantes. Así mismo, tras haber dejado el alcalde en libertad al manifestante que había sido detenido por la policía municipal, la benemérita se vio obligada a abrir fuego contra los allí presentes para evitar que acabaran asaltando la casa consistorial, o eso, al menos, fue lo que recogen los reportes oficiales del suceso.
Sea como fuere, se produjo por toda la ciudad un importante estupor. Los vigueses se echaron a la calle como signo de protesta, paralizando gran parte del centro urbano, obligando al Gobernador y al jefe de la Guardia Civil de la provincia a trasladarse de inmediato a la ciudad para intentar apaciguar los ánimos de la airada ciudadanía.