En una época en que las penurias de la revolución industrial, la vileza de la sociedad moderna o el siempre exitoso amor no correspondido hacía las delicias de los lectores de la época, escritores de todas las partes del mundo se animaban a publicar sus humildes creaciones en las páginas de la combustible prensa local.
Por Vigo pasaron muchos escritores, algunos alcanzaron la fama y fueron recordados durante largos años, y otros simplemente disfrutaron de un éxito primaveral. Esta es la historia de Luis Antonio Mestre, un cubano hijo de gallegos que pasó gran parte de su vida escribiendo algunos de los versos que animaron a la población de la ciudad cuando las circunstancias no siempre estuvieron de cara.
Nació en La Habana en el seno de una familia gallega humilde, de ascendencia catalana por parte de su padre, Luis Mestre y Roig, que consiguió hacer una pequeña fortuna en la colonia española del Caribe gracias al trabajo de su progenitor y a la familia de su mujer, de la acomodada estirpe de los Hernández.
Su padre, una vez jubilado y retirado de los fructuosos negocios que tenía en la isla, retornó a Galicia donde se afincó en una gran casa -llamada en aquel momento como ‘La Torre’- en O Grove. Mientras trascurría su vida en la pequeña villa, Luis Antonio se dedicó a estudiar y a escribir desde muy temprana edad. A la muerte de su mujer decidió cambiar su residencia durante el invierno a la ciudad de Vigo junto a sus padres, mientras que volvería a O Grove constantemente para pasar el verano.
Fue uno de los más respetados republicanos vigueses durante finales del siglo, cuando ya no había república ni casi republicanos en España, habiendo sido inspirado en dicha vertiente política por la figura de Francisco Pi y Margall, hacia quien sentía auténtica devoción. Acabó militando dentro de las filas del republicanismo federal ante la imperiosa necesidad que sentía por modernizar las instituciones y la burocracia nacionales, e incluso llegó a decirse que en diferentes momentos de su vida abrazó el anarquismo.
Sin embargo, evitó mantenerse en la primera plana del grupo republicano al considerar desvirtuado el sistema político a raíz de los entramados clientelares que impedían la fidedigna representación electoral. Ejerció el cargo de cónsul de Cuba y desde 1905 de Guatemala en Vigo. Destacó por encima de cualquiera de sus otras ocupaciones como escritor, especialmente como periodista y poeta.
Fundó varios periódicos en la ciudad, Caridad, Pero Grullo y La Víbora, y como poeta recibió varios premios de certámenes literarios, como la flor natural de Vigo y de Pontevedra en 1888, miembro de la academia gallega fundada por Murguía, miembro de honor de la academia francesa e italiana y socio de mérito de varias academias nacionales. Fue nombrado primer presidente de la Asociación Cultural, precursora del afamado Ateneo Vigués, así como también ostentó la presidencia de otras sociedades lúdicas, entre ellas El Recreo. Murió ciego en abril de 1921 a causa de una uremia.
Se dice que la gran parte de su obra no se ha podido conservar porque sucumbió a un incendio que asoló su casa. Sin embargo, Su sobrino, Jaime Solá, recogió algunas de sus más destacas composiciones en su revista Vida Gallega, donde constantemente le rendía homenaje aún después de muerto. Me parece adecuado y un privilegio poder rescatar aquí algunas de sus estrofas que tanto gustaron en otros tiempos. Sus versos tocaron todos los temas, desde ilustres personajes de la vida de la ciudad hasta la política, pasando por el amor y la añoranza de su tierra cubana. Unos de sus más recordados versos, que en tiempos se le consideró ser su mejor obra, fueron los Cantos Patrióticos, del que me tomaré la libertad de escribir la primera estrofa a modo de colofón de esta pequeña biografía:
Yo he visto esa banderas
que es hoy, plegada y rota
más que reliquia pátria
de estraños piés alfombra,
cubriendo – en otros días,
en que mostróse pródiga
fortuna que se empeña
en ser esquiva ahora –
los artillados muros
de villas heróicas
que, por cimientos, cráneos
tenían de patriotas.
Y la ví siempre arriba,
y la ví siempre airosa
en tanto iba envolviéndola
el humo de la pólvora,
que, en blancos espirales,
unas detrás de otras,
el beso parecía
que daban férreas bocas.
Luis A. Mestre.