«Una aurora boreal es observada en nuestra ciudad. A media tarde, el cielo y los montes próximos se tiñen de una luz color granate intensa, que ocasiona la natural expectación y aún la alarma de los vecinos. Después del inusitado fenómeno, el cielo se nubló. La temperatura era muy baja». Con estas palabras describe el cronista Xosé María Álvarez Blázquez el fenómeno que, el 2 de noviembre de 1850, deslumbró a los vigueses y que recoge en su obra ‘La ciudad y los días’, que magníficamente reeditó Manuel Bragado hace unos años para Edicións Xerais de Galicia.
Aquella es la noticia más antigua que se tiene registrada en Vigo sobre una aurora polar en estas latitudes. La más reciente se produjo el pasado mes de mayo de 2024, cuando el cielo vigués se tiñó de rojo. Vigo está en el paralelo 42, demasiado al sur para contemplar habitualmente el choque luminiscente del viento solar, cargado de partículas, contra la magnetosfera de la Tierra. Pero no es totalmente inusual. La más espectacular en los últimos años fue la de 1938, en plena Guerra Civil. Otra aurora más reciente pudo verse en Vigo en 1989, en la noche del 13 de marzo. Duró unas tres horas y fue todo un espectáculo que recogieron todos los diarios en España.
La génesis del Cerro Negro
Pero vayamos a la de 1850, porque podría tener otra explicación alternativa, quizá no relacionada con la emisión de partículas desde nuestra estrella más cercana. Porque precisamente en 1850 tuvo lugar en el mundo uno de los acontecimientos geológicos más impactantes: el nacimiento de un volcán. Fue el Cerro Negro, en la actual Nicaragua, que se levanta hoy hasta 726 metros de altura en el departamento nicaragüense de León. Y está situado en medio de una llanura donde, hace dos siglos, no había nada. Hasta que en la madrugada del 13 de abril de 1850 se produjo una auténtica hecatombe planetaria. Entre temblores de tierra, ruidos descomunales y proyecciones de lava, surgió el volcán. En dos semanas tenía 50 metros de altura. Y, en sucesivas erupciones, fue formando un formidable cono hasta alcanzar su actual tamaño.
La génesis del Cerro Negro, en 1850, arrojó a la atmósfera toneladas de residuos, con una espesa nube de piroclastos que alcanzaron los 6 kilómetros de altura. Los vecinos de las localidades cercanas fueron arrasados, como sucediera antes en Pompeya y Herculano durante la gran erupción del Vesubio. Pero las consecuencias del nacimiento de este volcán se sintieron en toda la Tierra.
Los piroclastos del Cerro Negro alcanzaron las capas altas de la atmósfera y provocaron que, en los meses sucesivos, las salidas o puestas del Sol, en todo el mundo, fueron de un rojo encarnado, brillante y espectacular. Volvería a suceder lo mismo décadas más tarde, con la erupción del Krakatoa, en 1883, con unos atardeceres incluso en Europa que llegaron a inspirar al artista Edvard Munch para pintar el cielo carmesí de su obra ‘El grito’. La frase del fenómeno de 1850, que habla de la hora de la tarde y de un súbito frío intenso, encajaría más con un fenómeno en el que partículas en las capas altas de la atmósfera aminoraron la intensidad de la radiación solar, algo compatible con una erupción volcánica masiva como la del Cerro Negro. Tal y como está descrito, el resultado tendría más sentido de esta forma que identificándolo con el viento solar interactuando con la magnetosfera.
Por lo tanto es posible que aquellos cielos rojos que maravillaron a los vigueses en 1850, y que recoge el cronista Xosé María Álvarez Blázquez, fuesen en efecto unas auroras boreales, producto de una potente eyección de partículas desde el Sol. Sin embargo, la coincidencia con la erupción cataclísmica del volcán Cerro Negro, en el mismo año, en la actual Nicaragua, sería una interpretación alternativa, que en muchos aspectos sería más plausible. En uno y otro caso, el fenómeno celeste tuvo que ser enorme, aunque por desgracia no existiese entonces Instagram para inmortalizarlo.
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