Podría ser la tumba de cualquiera que en alguna ocasión se ha cruzado con nosotros por la calle o la de alguien cuya existencia nunca llegamos a conocer. Sólo tiene ese número sesenta, enigmático e impersonal, porque ya poco importa el nombre y el apellido que ha tenido quien ahí descansa.
Alguien le ha puesto esa pequeña flor simbolizando una muestra de cariño cuando ahora ya nada importa, porque los recuerdos de los vivos son tan efímeros como nuestra propia existencia.