En los años cincuenta del pasado siglo ya existía, también, A Fonte do galo, y recuerdo vagamente —porque los recuerdos, con la distancia del tiempo, también son alimentados por la fantasía— que allí se había ahogado un niño. Pero lo que sí es cierto es que en esos mismos jardines, en aquellos años cincuenta del pasado siglo, se perdió un niño pequeño que nunca llegó a aparecer, a pesar de que se organizaron búsquedas por toda la zona, incluido el alcantarillado. Muchos vecinos de la época todavía recordamos aquel impresionante y dramático acontecimiento. Y es curioso que aquel niño resultó ser el hijo de una amiga de mi familia con la que entonces no tenía relación. Todo surgió en una conversación inicialmente intrascendente sobre el barrio y sus historias. La confirmación de que aquella familia tan apreciada por la mía eran los protagonistas resultó impactante, incluso hoy recordamos el hecho de vez en cuando. Después de enterarnos de la coincidencia, unos años más tarde, aquella familia, que lógicamente nunca habían olvidado al niño, intentó buscarlo a través de un conocido programa de televisión, con la lógica ilusión de constatar, cuanto menos, que seguía con vida. Pero la búsqueda resultó infructuosa.
La calle Areal no se parecía demasiado a la actualidad, y lo único que competía con el griterío infantil era el tranvía, puesto que el número de coches y motos que recorrían esta calle no eran tan numerosos como ahora. Entre los establecimientos existentes destacaba el comercio de bicicletas “Delio”, un establecimiento de recambios de automóvil, un estanco, una funeraria, un tostadero de café, y algunos bares de los que recuerdo el bar “Chinito”, que me llamaba la atención por el nombre. Además, también había alguna farmacia y un cuartelillo de la Guardia Civil. Un poco más alejado, ya casi en Guixar, a la altura de la finca Vista Alegre, estaba la iglesia del Sagrado Corazón, que con la remodelación de la zona cambió su ubicación a la calle Rosalía de Castro.
Mención aparte merece la histórica cervecería “Joaquín”, ya desaparecida. De chaval acudía allí en compañía de mi querido e inolvidable tío Ismael. Él pedía un “imperial”, que era muy parecido a un vaso de tubo, y yo tomaba un “cortito”. El negocio lo regentaban, de aquella, dos hombres de avanzada edad —o esa era, por lo menos, la sensación que a mí me daba desde mi perpectiva infantil y juvenil—. Uno de ellos se encargaba de “la caja registradora”, que no era otra cosa que su propio chaleco, en cuyos bolsillos guardaba los diferentes tipos de monedas, como si fuera una máquina registradora viviente. La cervecería “Joaquín” estaba decorada con un papel pintado de estilo afrancesado y allí se servía la mejor cerveza de la ciudad. Siempre había clientes, tanto en la barra como en las mesas. Años más tarde cogió el traspaso un matrimonio que continuó con el mismo negocio y respetó el mismo estilo de decoración. Y luego pasó a otras manos, pero terminó cerrando. De “Joaquín” también recuerdo un amable camarero que nos llamaba la atención por su joroba y hacíamos chistes en voz baja sobre la suerte que te acompaña cuando restriegas un décimo de lotería por la espalda de un jorobado; cosas de chavales. Siempre se dijo que el secreto de aquel sabor de la cerveza e “Joaquín” estaba en la propia instalación: una larga tubería de cobre que venía desde el sótano, donde estaban los barriles de cerveza. Y mientras nosotros y el resto de los clientes tomábamos la cerveza, a lo lejos se oía el trajín del puerto, más allá de la verja, y en los atardeceres invernales, cuando ya caía la noche y la niebla cubría la ría, sonaban las sirenas de los barcos como un quejido solitario que aún tengo grabado en la memoria.
Y un lugar del Areal que también merece ser destacado es el Colegio Niño Jesús de Praga, que fue el primer colegio de muchos de nosotros. Allí asistíamos a clase con Sor Dolores, siempre atenta y sonriente, toda una institución en el barrio y que todavía pasea por las calles del entorno. De aquel colegio recuerdo vivamente el momento en que falleció el Papa Pío XII. Era el año 1958 —-¡qué lejos ha quedado!—-, y el disgusto en el colegio fue tremendo y nosotros lo percibíamos del mismo modo que si nos hubiéramos quedado huérfanos. Allí todo el mundo se puso a rezar, implorando que pronto surgiera un nuevo Papa. Y así fue, que hubo, como tarde o temprano, fumata blanca y eligieron a Juan XIII, y siempre cuento que la tristeza se convirtió en una explosión de alegría, tanta que las monjas nos regalaron un puro de chocolate a cada uno. Lo recuerdo vivamente.
Y frente a la puerta del colegio estaban los jardines y la larga verja portuaria, tras la que nunca se detenía la actividad. Esa verja era el testigo mudo de nuestras entradas y salidas del colegio, de nuestros juegos, de nuestra vida infantil e incluso juvenil, porque nos fue viendo crecer y en ese parque jugábamos todos los niños del barrio, de todas las clases sociales, incluidos los hijos del Gobernador Militar, que vivía en lo que más tarde fue Rectorado y luego dependencias municipales, con un despacho de la Alcaldía que fue tan efímero como las ideas que carecen de fundamento.
En aquellos tiempos que ahora comentamos era frecuente que algunos niños se colaran a través de los huecos de la verja para coger muestras de minerales que se amontonaban en espera de algún carguero que los transportara a algún país distante, tan distante como esos años que ahora ya se pierden en el horizonte de nuestra memoria. Yo nunca me atreví porque en cierta ocasión había metido la cabeza entre los barrotes de la barandilla de la gran escalera que había en la casa familiar de Ponteareas y luego no podía sacarla, porque las orejas y los nervios me lo impedían. Poco faltó para que llamaran a un carpintero para que serrara los barrotes, pero un poco de paciencia, aceite de oliva en las orejas, y un poco de maña de mi madre o de alguna de mis tías, consiguieron el milagro, y no sé si tiene algo que ver todo aquello, pero dicen que tengo buen oído para la música.