La patente de corso, también llamada carta de marca, era un documento entregado por el monarca de un país o por la corporación municipal de una ciudad al propietario de un buque por la que estaba facultado para atacar barcos y poblaciones de naciones enemigas, pasando el propietario de la patente a ser parte de la marina del país o de la ciudad expendedora de la licencia. Estos privilegios fueron especialmente codiciados entre comerciantes y armadores de la época puesto que, aunque existía el importante riesgo de fracasar en el asalto a los barcos enemigos, si el abordaje salía bien, el propietario de la patente tenía derecho a reclamar el botín de los buques atacados. Entre otros de los suculentos beneficios para los armadores estaban el franqueo del armamento en los arsenales con pago aplazado, privilegios de nobleza, grados militares, pensiones a inválidos y viudas y otras muchas satisfacciones que hacían las delicias de aquellos que buscaban prosperar en una sociedad puramente estamental.
La buena situación geográfica del puerto vigués y del resto de municipios litorales de la comunidad gallega como punto entremedias de las rutas comerciales de Portugal con Inglaterra, tradicionales aliados contra los borbones, hizo que proliferaran un importante número de corsarios españoles a la caza de cualquier buque de bandera británica o lusa. Pero no todo el mundo podía obtener la patente de corso. Los interesados tenían que presentar formalmente al comandante de la marina una instancia indicando la clase de embarcación con la que iba a realizar la actividad, el porte, la dotación armamentística, pertrechos y la dotación de los barcos. Antes de dar el visto bueno, los correspondientes funcionarios del puerto debían de pasar revista de las embarcaciones y de la tripulación para después superar la revisión de las armas por parte del comandante. El último requisito antes de poder navegar consistía en dejar una fianza como garantía de hacer frente a posibles sanciones derivadas de la vulneración de las ordenanzas.
La patente de corso otorgaba el derecho al capitán del navío a la detención de cualquier buque de fabricación enemiga o cuyo dueño o capitán fuese de nación beligerante, así como a los que llevasen oficiales, mercaderes o un tercio de la tripulación de países hostiles, para ser sometidos a investigación. Por otro lado, aquellos que retuvieran barcos neutrales o amigos sin motivo de sospecha alguna eran castigados al pago de una multa y de todos los daños y perjuicios ocasionados a los detenidos. De esta manera, una vez en buque asaltado fuera entregado al puerto del comandante de la marina, y tras analizar todos los documentos del navío, la autoridad competente tenía que decir en un plazo de 24 horas si la presa era buena o no. En el caso de ser mala presa se le imponía al corsario una multa de 200 ducados, y si eran reincidentes, la inhabilitación del corso.
En Galicia, los puertos que experimentaron una mayor actividad corsaria fueron los de A Coruña y Vigo, seguidos de los puertos de Carril, Baiona, Marín, Pontevedra, Ferrol, Ribadeo y Muros. En su mayoría, las embarcaciones corsarias gallegas actuaban frente a las costas españolas del atlántico y parte de Portugal, especialmente en la zona fronteriza de la costa lusitana. De hecho, tan solo en el corredor atlántico se concentraba prácticamente la totalidad de todo el transporte comercial de las Rías Baixas, mercancías que embarcaban con dirección a los puertos portugueses de O Porto y Lisboa. Era precisamente en los barcos mercantiles británicos donde los corsarios gallegos tenían a su mejor presa. Las embarcaciones comerciales de bandera inglesa tan sólo contaban con una liviana tripulación de entre 5 y 6 hombres, mientras que en los buques corsarios gallegos estaban enrolados cerca de 40 tripulantes. La gran mayoría de estos beligerantes marineros procedían, casi en su totalidad, de Galicia y concretamente de Vigo, donde existía una importante colectividad de matriculados que se encargaban de las faenas marineras. Sin embargo, los cuantiosos beneficios que percibían las tripulaciones corsarias hizo que muchos vigueses de la época – en torno al año 1750 – decidieran probar suerte enrolándose en una de estas embarcaciones, aunque tampoco faltaban miembros de la tripulación nacidos en la costa cantábrica española.
Debido a la peligrosidad del trabajo de los corsarios, a finales del siglo XVIII se incrementó el armamento con el que partían tanto los miembros de la tripulación como las armas del buque. Los hombres, generalmente en torno a los dos tercios de los embarcados, iban armados con fusiles, trabucos, pistolas, sables y hasta chuzos (palo con un pincho de hierro en uno de los extremos); por otro lado, las embarcaciones iban artilladas con varios cañones de calibres entre el 3 y 6, y unos menos “pedreros” (cañones pequeños que en su mayoría estaban destinados a disparar piedras) acompañados de bocamartes (similar a un trabuco pero de mayor calibre que una escopeta), esmeriles (pieza de artillería pequeña) y obuses (pieza de artillería de menor tamaño que un cañón). Gracias a la pavorosa superioridad armamentística y numérica de los buques gallegos, las embarcaciones mercantes enemigas solían rendirse sin batallar, por lo que los escasos daños y las relativas pérdidas humanas y materiales hizo que cada vez más y más armadores y comerciantes se interesaran en esta lucrosa actividad.
Las semana que viene entraremos en más detalle en como se llegó a conformar un fuerte estamento nobiliario en la ciudad cuya acaudalada situación económica provino del asalto a las embarcaciones enemigas.
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