La corrupción es eterna. En la antigua Roma, hacía funcionar al Estado. Y, en la moderna, también. Corruptos es probable que ya existiesen en Altamira y en Atapuerca. Y la aparición de la mano prensil con pulgar oponible no sólo nos ayudó a tallar hachas de sílex o hacer fuego, sino que permitió a los homínidos otra de sus industrias más apreciadas: apañar y poner el cazo. Prueba de todo ello es que en la propia ciudad de Vigo ya hay documentados casos de corrupción al menos desde el siglo XVII, como reflejan las actas conservadas en el Archivo Histórico Nacional y desempolvadas en una monografía en 1979 por la historiadora María del Carmen Martínez Muñoz, quien hace un bonito estudio sobre las componendas y arreglos políticos en la villa olívica de la Edad Moderna.
Como la autora reconoce, la corrupción se ejercía entonces con total transparencia, anotándola como algo inevitable: «Nuestros regidores lo hacían con frecuencia, pero considerándolo sin duda lo más natural del mundo, no lo ocultaban, sino que lo registraban puntualmente en los libros, previo debate de la cuantía y tipo de obsequio». Así, en abril de 1666, la falta de un arriero para el transporte hace que queden almacenados en Vigo dos docenas de barriles de escabeche de ostras y rodaballo. El ayuntamiento decide regalárselo al maestre de campo «para tenerlo favorable».
Debía mandar mucho el maestre de campo porque, un año más tarde, en 1667, el mismo cargo recibe otro agasajo del concello vigués, consistente en 200 reales en metálico. En las actas municipales se refleja, sin ningún pudor, que el objeto de la mordida es «por haber menester esta villa tenerlo grato para lo que se le ofrezca, por la mano que tiene un gobernador para poder hacer cualquiera gracia».
Se conoce que, con estas lisonjas tan repetidas, al hombre se le fue malacostumbrando. Y así, en 1691, el gobernador de la plaza ya toma lo que le viene en gana, sin necesidad de que se lo ofrezcan. De hecho, incluso el Ayuntamiento protesta porque el ayudante de este alto cargo se apropia en O Berbés de pescados, aceite y frutos de los barcos «aunque lo pide de gracia, es una corruptela de que pueden usar sus sucesores», se anota en un expediente, que se remite al propio gobernador para que ponga fin a estos abusos.
La historiadora María del Carmen Martínez, en su estudio recogido en el clásico ‘Vigo en su historia’, cuenta que, a finales del siglo XVII, es común que el ayuntamiento de Vigo anote partidas todos los años para pagar favores políticos. De hecho, es común en cualquier municipio del país… la corrupción está completamente normalizada. No olvidemos que este es el siglo de Francisco de Sandoval y Rojas, el famoso Duque de Lerma, valido de Felipe III, quien para muchos es el mayor corrupto que jamás ha existido en la historia. Baste decir que consiguió trasladar dos veces la Corte de Madrid a Valladolid y de vuelta a Madrid sólo para poder dar el mayor pelotazo inmobiliario jamás conocido.
Pero volvamos a Vigo, donde en 1680, ya con Lerma muchas décadas difunto, los regidores de Vigo le envían varios barriles de ostras en escabeche al obispo de Tui, para tenerlo contento. Ese mismo año se mandan varias cajas de medias e hilo fino a Madrid, que aparecen en las actas municipales con la anotación «para propinas». Se intenta que en la Corte se favorezcan algunos expedientes que benefician a la ciudad, como los relacionados con el almacén de sal y con el comercio portuario.
«Otras veces, las menos, el regalo se efectúa con posterioridad al favor», relata González Muñoz, «así las doce cajas de dulce (seis de confitura gruesa y seis de conserva) y seis barriles de limoncillo, todo por valor de 262 reales, con que se obsequia en 1692 al tesorero general de salinas del Reino«. En el documento oficial, se reconoce sin rodeos que el agasajo quiere «agradecerle el alivio en el acopio de sal».
Así que la corrupción parece eterna. Y, a veces, tan normalizada como la que se vivía en Vigo a lo largo del siglo XVII, perfectamente anotada y registrada para mayor gloria de la transparencia…