Félix María Vincenz Andreas, príncipe de Lichnowsky (Viena, 1814-Fráncfort del Meno, 1848), fue un singular personaje como militar, político y escritor a caballo entre Alemania y España en la primera mitad del siglo XIX. Poseía importantes propiedades nobiliarias en Silesia y era, por tradición, de una culta familia. Su abuelo había sido protector de Beethoven, quien le dedicó su segunda sinfonía. Pero, del romanticismo musical, el nieto había evolucionado al romanticismo aventurero y revolucionario. Así que, en 1837, lo dejó todo para desplazarse de incógnito al País Vasco y alistarse en la primera Guerra Carlista. De esta experiencia, además de un libro de memorias bélicas, obtuvo un gran conocimiento de España y una sucesión de viajes que plasmó en diversos libros. Y una de sus escalas lo trajo a Vigo.
No podemos decir que la ría viguesa despertase el entusiasmo del príncipe Lichnowsky. De hecho, mientras otros viajeros de su época como Borrow o Widdrington se deshacen en elogios hacia Vigo, en el caso del noble alemán casi todas las palabras son despectivas hacia la ciudad.
“Nos describe con gran detalle la decadencia de la milicia del castro y el pauperismo general. Es además la primera descripción de la dureza de la emigración gallega moderna y de masas”, apunta Salvador Fernández de la Cigoña, autor de una monografía publicada por el Instituto de Estudios Vigueses sobre los textos de Lichnowsky en la ciudad.
Lichnowsky llega a bordo del vapor Little Liverpool, de la naviera Pensinsular y Oriental (P&O), que unía Inglaterra con puertos como Bilbao, Santander, Vigo, Lisboa o Cádiz. “Al nacer el sol entramos por las islas de Sayas (Cíes) y Bayona en la magnífica bahía de Vigo. Centenares de barcas de pescadores se balanceaban en las aguas como un espejo que al reflejo de los primeros rayos de sol brillaban graciosamente como matizadas de millares de estrellas”.
Hasta aquí, las bellas palabras dedicadas a la ría viguesa, donde anota también que en su fondo se halla Redondela, donde están hundidos los galeones cargados de plata desde la batalla de Rande de 1702, que relata con todo detalle, como más tarde, en 1868, hará también Jules Verne en ’20.000 leguas de viaje submarino’.
Los problemas comienzan cuando Lichnowsky desembarca en Vigo: “Quien dominado por las ideas poéticas de la blanca y fascinante Cádiz, o de la romántica Alhambra, por primera vez entra por allí en el territorio español, habrá creído más fácilmente encontrarse en una aldea de vándalos que en una ciudad ibérica marítima”. De los gallegos en general dice que son “un pueblo montañés rudo e inmundo sin entusiasmo en la guerra y sin industria en la paz”. Además, considera que tienen mala fama en España y Portugal: “Galicia, y gallego, dos palabras en ambos reinos de la península pronunciadas con notable desprecio”.
Y continúa asustado cuando se aventura a visitar la fortaleza del Castro, donde está la guarnición militar de la plaza, “gente miserable, sin uniformes”, entre la que destacan “jóvenes imberbes, que envueltos en sus miserables casacas esperaban descontentos bajo sus grandes barretinas, como si en la primera ocasión favorable quisiesen antes tirar las armas que valerse de ellas”. Luego, retrata una escena en la que un caballo escuálido llega hasta el destacamento, en una penosa imagen que no puede soportar, por lo que abandona la escena.
Fernández de la Cigoña apunta que podemos estar ante “la primera descripción de un avituallamiento de un buque en Vigo”. Lichnowsky relata como pequeños botes “se apiñaban en torno del vapor y ofrecían a la venta pescado, langostas, ostras y toda clase de consumibles”. También embarcan gallegos que viajan a Lisboa para trabajar como aguadores y que pagan una libra esterlina por el pasaje, a cambio del “derecho de ocupar en la proa el espacio de su cuerpo bajo el Sol, la lluvia y la humedad de la noche”.
El príncipe alemán se apiada más tarde de estos emigrantes, cuando contempla sus rostros al ver alejarse las islas Cíes, sabiendo que no regresarán a su tierra en muchos años. A bordo viajan unos cien gallegos que “se miran imbécilmente unos a otros, hasta que en alta mar uno de ellos se presentó con un instrumento nacional de las montañas de Galicia –la gaita de foles- y en tonos melancólicos tocó a sus patricios la muñeira”, relata Lichnowsky: “Entonces brillaron todos sus ojos, se levantaron todas esas figuras musculosas y lanzaron nostálgicas miradas a la escabrosa cordillera que con color marrón oscuro se perdía en el remoto horizonte”.
No cabe duda de que Lichnowsky fue durante toda su vida un gran polemista. Y sus despectivas palabras hacia los gallegos o la ría viguesa están en consonancia con el tono general de su obra. Para demostrarlo está el hecho de que, pocos años después de publicarla, en 1848, cuando contaba sólo 34 años, terminó sus días linchado por una turbamulta en Fráncfort, ante el descontento popular con ciertas gestiones diplomáticas fallidas. Porque no: la diplomacia, tampoco en la literatura de viajes, parece que fuese nunca su fuerte…
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