Es preciso incidir de nuevo en estos crímenes para que su frecuencia no minimice su importancia ni la urgente necesidad de ponerles freno. Se están llevando a cabo campañas de concienciación, sin embargo, uno de los modos más eficaces de parar la violencia y, sobre todo, la violencia de género, es la propia educación, preferiblemente desde la edad temprana. Pero debe quedar claro que la educación no es exclusiva de la escuela, sino que comienza en cada casa, donde los padres son los principales educadores, porque la educación es una tarea ardua e inacabable que no se puede delegar en terceros. El colegio está para completar la educación que se imparte en casa, pero no para suplantar el papel de los padres. Pero la vida moderna no deja demasiado tiempo para la convivencia familiar, para el contacto estrecho de los mayores con los más pequeños de la casa, y es preciso facilitar aún más e incluso estimular la conciliación familiar. Mientras no se asuma que la educación comienza en casa y en que es indispensable una educación en el respeto a los géneros, no se conseguirá casi nada, porque, sorprendentemente, la violencia machista ya se detecta en los jóvenes. Algunos de los chicos muestran actitudes propias de los gallos de pelea; y algunas de las chicas hacen una equivocada interpretación de la existencia de celos como prueba de amor. Y a esto hay que añadirle la —detestable— violencia entre ellos y entre ellas como demostración de fortaleza ante el resto del grupo. Todo esto es una realidad, y mientras existan jóvenes con estas convicciones la violencia de género no cesará.