Solicitaron una ambulancia explicándoles el caso, pero el tiempo comenzó a transcurrir sin que llegara. Al cabo de quince o veinte minutos alguien llamó a la Policía Municipal para que gestionara la situación. Entonces, en otros diez minutos llegó una ambulancia —básica— y de ella bajaron dos técnicos que se acercaron al chico. Hablaron con él y comenzó a reaccionar. Lo incorporaron de medio cuerpo y en esto llegó un amigo del afectado, grabando toda la escena con el móvil a medida que se acercaba sin demasiadas prisas, como si eso fuera lo habitual y, además, digno de figurar en los anales de lo gracioso.
Uno de los presentes le preguntó a uno de los técnicos si se iban a llevar al chico y, con una gran —e intolerable y poco profesional— displicencia, le contestó que ellos ya sabían lo que tenían que hacer y si debían llevárselo o no. Al final, todo quedó en un susto, pero es conveniente incidir en que no debería quedar impune un hecho como este que seguro se repite con frecuencia entre quienes viven la noche como si fuera la última.
Porque el hecho causó la correspondiente inquietud general; se movilizó a una ambulancia, con una respuesta muy poco amable, por cierto, por parte del técnico hacia alguien que se interesaba por la situación del afectado. Por lo menos, se debería responsabilizar de los costes económicos que conllevan estos trastornos a quienes los provocan y que luego presumen de su gran aventura nocturna, porque no tiene ninguna gracia y el asunto no sale gratis.